Arte y pensamiento: alimentando a la red.

Pau Waelder
Kilian-Eng

Cada día, encendemos nuestros dispositivos móviles y nos conectamos a Internet para consultar el correo, conocer la predicción del tiempo, enviar mensajes instantáneos, leer las noticias, ver vídeos o acceder a alguna red social. Habitualmente, esta interacción con la Red se percibe como una recepción de información, algo que se obtiene de fuentes externas y en lo que se participa en la medida en que cada persona desea pronunciarse o compartir algo. 

Pero lo que se produce en realidad es un continuo intercambio de datos entre el dispositivo del usuario y un enorme conjunto de servidores y bases de datos. A través de nuestras acciones cotidianas, alimentamos la Red con nuevos datos, ya sean contenidos que hemos generado (fotos, comentarios, vídeos, enlaces) o simplemente las huellas que dejamos al visitar sitios web o emplear alguna de las muchas aplicaciones que se acumulan en nuestros dispositivos digitales (texto introducido en el navegador, dirección IP, fecha y hora de acceso, uso de la aplicación y un largo etcétera). De esta manera, no sólo extraemos información de la Red, sino que continuamente hacemos aportaciones (voluntarias e involuntarias) al flujo de datos que circula a nivel global. Este proceso de retroalimentación conlleva que, en cierto modo, cuanto más sabemos gracias a la Red, más sabe la Red acerca de nosotros.

Este intercambio de datos no hace más que acelerarse. Según Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, la tendencia a compartir contenidos en las redes sociales está creciendo exponencialmente, de manera similar al ritmo de desarrollo de los microprocesadores que vaticinaba la conocida Ley de Moore [1]. Si bien la predicción de Zuckerberg es exagerada (puesto que supone que, en diez años, los usuarios compartirán 1.024 veces más contenidos que ahora), constata la consolidación de la web 2.0, anunciada en 2004 por Tim O’Reilly y celebrada por la revista TIME al nombrar al usuario de Internet Persona del Año en 2006. 

Más de una década después de la popularización de los blogs, la Red ha adquirido un papel fundamental en la sociedades industrializadas, principalmente gracias a las aportaciones de los usuarios. Ya en 2009, Jeff Howe apuntaba que los contenidos generados por los consumidores llegaban a rivalizar con la propia industria del entretenimiento, cuyo futuro sería encargado (al menos en parte) a los propios usuarios. 

Hoy en día, el alcance de lo que se comparte en la Red va mucho más allá. Desde los gobiernos, las grandes corporaciones y los medios de comunicación hasta los profesionales independientes y los adolescentes ociosos, todos los sectores de la sociedad se han visto afectados por la existencia de una red de intercambio de información en la que cualquiera puede participar. Ya se trate de la Primavera Árabe, Wikileaks, Edward Snowden, Ai Wei Wei o el Harlem Shake, la Red ofrece ahora la posibilidad de amplificar las ideas y las acciones de un individuo o un grupo reducido de personas a nivel global, con consecuencias que aún somos incapaces de predecir. Desde esta perspectiva, disponemos de un canal de comunicación que permite a cualquier usuario una libertad de expresión y una capacidad de acción sin precedentes. 

Al mismo tiempo, según Boris Groys: “Internet es, en esencia, una máquina de vigilancia. Divide el flujo de datos en pequeñas operaciones que pueden ser rastreadas e invertidas, exponiendo a cada usuario a una vigilancia, real o posible. Internet crea un campo de visibilidad, accesibilidad y transparencia total” [4]. Cada consulta en Google es registrada, cada interacción en Facebook es almacenada. Cada tuit, enlace, foto o texto se conserva en un servidor remoto. Las opiniones, los gustos, los deseos y la propia localización geográfica de los usuarios son recopilados pacientemente por una serie de grandes empresas que hacen de esos datos su propiedad privada y compiten por ellos ofreciendo productos atractivos, con los que alojan todos los contenidos que puedan suministrarles y les invitan a compartir cada vez más. 

La predicción de Zuckerberg responde por tanto al evidente interés que tiene su empresa en ver aumentar exponencialmente sus beneficios, derivados de los datos que obtienen de los usuarios. Desde esta perspectiva, la web 2.0 es también un gran mercado de información acerca de los hábitos de los consumidores, siendo nuestro uso de las redes sociales algo similar a un continuo sondeo de marketing. La manera en que estas redes nos ofrecen un entorno en el que compartir contenidos con amigos y familiares a cambio de almacenar nuestros datos se asemeja así a la distopía narrada en el film The Matrix (Andy y Lana Wachowski, 1999), en la que los humanos viven una alucinación consensuada mientras suministran la electricidad generada por sus cuerpos a las máquinas.

La Red se configura simultáneamente como un panóptico y una zona autónoma temporal, una catedral y un bazar. En esta dicotomía entre libertad y control se libra un enfrentamiento continuo entre gobiernos y ciudadanos, medios de comunicación y espectadores, productores y consumidores, proveedores de servicios y usuarios. Acceder a la Red implica participar, de una u otra manera, en este conflicto no resuelto, y posiblemente irresoluble. 

Porque, de hecho, no podemos dejar de alimentar la Red. Somos consumidores, no sólo de productos manufacturados sino también de contenidos: tanto aquellos que son creados por otros, como los que aportamos nosotros mismos y contemplamos a través de las respuestas que suscitan en los demás. Existir en la Red, como indica Geert Lovink, es mostrarse: generar contenidos, aportar datos, alimentar el ciclo de creación y circulación de todo tipo de información, ya sea banal o trascendente. Al nutrir las bases de datos, el usuario aumenta el valor de las empresas que le ofrecen sus servicios de forma aparentemente gratuita, les permite conocerle mejor y suministrarle aquello que (cree que) necesita. Pero este usuario también aumenta su autoestima, al ver reforzado su ego en la sensación de pertenencia a un grupo, de participación en un esfuerzo colectivo. En suma, al ver reflejada su propia vida en la pantalla. 

Compartir es así un acto consciente, pero no siempre es una elección. Tanto a nivel tecnológico como empresarial o personal, la Red se basa en un intercambio de datos, de manera que por el simple hecho de estar conectado, cada individuo está facilitando información acerca de sí mismo, de su localización o de sus acciones. El impulso del beneficio económico que obtienen las grandes empresas y el beneficio personal que obtienen los usuarios hace que cada vez sea más inevitable y a la vez deseable compartir contenidos e información propia. La “Ley de Zuckerberg” se convierte así en un círculo vicioso, como lo define Andrew Keen, quien critica que la tendencia a compartirlo todo nos puede llevar a una pérdida de libertad individual y de contacto con nuestro entorno. Al mismo tiempo, estar conectado deja de ser una opción. 

Como indica Alex Galloway, “todos los discursos oficiales de la Web requieren que uno esté conectado y disponible, o bien desconectado pero también disponible”. Nuestra vida cotidiana se desarrolla a partes iguales en un entorno físico y en el flujo de datos de la Red. No existe ya un «ciberespacio», separado del mundo real: el mundo en que vivimos penetra, nutre y define la red de datos como un reflejo de nuestra cotidianidad y nuestras fantasías, lo que tenemos y lo que deseamos. 

Si la Red forma parte de nuestra vida cotidiana, nuestra interacción con el flujo de datos no puede ser ya un acto solitario. No existe la opción de mantenerse al margen o limitarse a obtener información, todo lo que hacemos se comparte, por defecto, con la propia Red. Si esto es algo que debemos temer o desear, aún no podemos afirmarlo con certeza. En cualquier caso, vivimos inmersos en un proceso del que ni queremos ni podemos desligarnos. Alimentando la Red, nos alimentamos a nosotros mismos en una relación de dependencia mutua.

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